Stephen Hawking (1942), es el genio más renombrado del mundo. A pesar, de vivir hace 30 años inmovilizado a una silla de ruedas, en las últimas décadas ha hecho sus aportes más significativos a la ciencia: la finitud del universo, el inicio del tiempo y las características de los indescifrables agujeros negros.
Ni Isaac Newton ni Albert Einstein, tuvieron las severas limitaciones de Hawking, aquejado de una enfermedad neurológica grave, que paraliza su cuerpo y le impide incluso hablar con soltura. La hemiplejía no ha frenado el juego creativo de sus potentes neuronas.
Hawking fue un niño lleno de fantasías, deseoso de conocer y con un talento singular para concentrarse con entusiasmo en las cosas más infantiles. Cuando le sobrevino la crisis neurológica degenerativa, buscó la mayor información sobre el síndrome de Lou Gehing, se afectó cuando verificó que era un mal incurable que la ciencia no había encontrado solución.
En medio de esta tragedia personal, apareció el hombre racional pero optimista, que no cede al pesimismo, ni se da al abandono, evaluó que le quedaba pocos años de vida y –según él- había hecho muy poco por la ciencia física, se planteo el reto de maximizar su vida en base a objetivos cognitivos. Además aplicó la ley de la compensación, para descubrir la potencia no alcanzada de su sabiduría.
Vio la vida desde un extremo favorable, aprendió –según el- a amar con mayor profundidad –se volvió a casar con una colega- y ser el símbolo viviente de los discapacitados de la tierra, rompiendo el mito del minusválido, que los postra en la indiferencia intelectual y la dependencia social.
El cerebro de Einsteins quiso ser descifrado para descubrir las claves de su genialidad, en su momento el cerebro de Hawking buscará ser comprendido, encontrado que conocimiento, fantasía y perseverancia, no hacen al genio si éste no posee el optimismo.
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